miércoles, 14 de febrero de 2018

El kendoka desconocido (LV - XI)


El penetrante olor a tatami nuevo y a sudor inundaba las fosas nasales de David Abad mientras doblaba arrodillado la tenugu'i y se la ajustaba convenientemente en la cabeza. Mientras él se preparaba para su práctica de kendo en solitario, sus habituales compañeros de clase se habían ido a las duchas y abandonaban el dojo. Aunque se había perdido la clase, al menos practicaría algunas posturas y movimientos. Había vuelto intranquilo y tenso del viaje a Colombia. Desde su llegada por la mañana, el día había sido largo y no había podido dormir apenas durante el vuelo. Un buen ejercicio para gastar la energía sobrante y podría conciliar el sueño rápidamente.



Había tomado en sus manos el «men» o casco que completaba su atuendo, cuando oyó pasos a su derecha. Un hombre, completamente ataviado, saludó hacia el tatami y se internó en él.

—¿Le importa que le acompañe?— su voz no le era conocida. La complexión del hombre tampoco le sonaba. Pasó un momento antes de que pudiera articular una respuesta.

—Disculpe mi sorpresa. Pensé que estaba solo. Claro, venga. Soy David Abad.

—Me alegro de conocerle. Mi nombre es— el hombre se interrumpió algunos segundos —Tsubaki Sanjuro— declaró.



En los pocos segundos que David se entretuvo en acabar de anudarse el protector de cabeza y cuello, estuvo pensando donde había escuchado ese nombre antes. Sin saber la razón, supo que su oponente le engañaba. Que ese no era su nombre real. Agarró el shinai y se puso en pie. Se saludaron y empezaron a combatir. Los primeros golpes y detenciones del desconocido dejaron por sentado que no era un recién llegado al kendo. David tampoco lo era, así que se dispuso a disfrutar de un encuentro amistoso. Luego del calentamiento inicial, el extraño tiró dos o tres veces a su cuello forzándolo a retroceder. Intercambiaron rápidos contraataques y golpes, todos detenidos o esquivados por el otro. Empezaban a sudar de verdad cuando el que decía apellidarse Tsubaki propuso algo:



—Ambos hemos probado saber lo que hacemos. Le propongo que cambiemos los shinai por bokken. Le dará más atractivo al combate.

—¿Por qué no?— aceptó David. Ambos dejaron sus espadas rectas de práctica y tomaron otras curvadas, de dura madera, de los expositores del fondo. El que no tuvieran filo no importaba. Un buen golpe de bokken podía ser mortal. Las protecciones podían salvarles la vida, pero no del dolor.



Volvieron al centro del tatami y se saludaron cortésmente. Los dos sopesaron sus maderas y realizaron algunos «kata» antes de volver a combatir. Durante esos momentos, aun concentrados en lo suyo, no se perdieron de vista el uno al otro. Pero el combate no resultó ser parejo al anterior. El desconocido se mostró mucho más agresivo ahora de lo que resultaba adecuado en una mera práctica. David trató de adaptarse y por unos minutos combatieron ferozmente. Después se retiró y le increpó.



—¡Pare! ¡Ya es suficiente!



Pero el otro se abalanzó sobre él blandiendo la espada en un gran arco con dirección a su cabeza. David se anticipó y logró propinarle un buen golpe en el estómago. El do, responsable de proteger tórax y abdomen, crujió en protesta pero aguantó y absorbió la mayor parte de la energía. La restante empujó a Tsubaki hacia atrás doblándolo por la cintura. David mantuvo su postura ya detrás del otro y eso fue su perdición. Porque el extraño se giró y atacó la corva de su pierna derecha causándole un tremendo dolor. En las piernas no se lleva protección más allá del tejido de algodón del hakama. David ya no pudo levantarse. Se quitó el casco y se arrastró hacia la pared. Y allí se quedó mirando al otro, furibundo. El desconocido dejó caer de cualquier forma el bokken y rió sin disimulo detrás de la rejilla de su men.



—Eso ha sido juego sucio— adujo David jadeante.

—No es lo peor que he hecho. Y ya era hora de acabar con el teatro— David torció el gesto —Señor David Abad. Usted tiene algo que yo quiero. Sea bueno, démelo y le dejaré con vida.

—¿Cómo?— respondió sin entender —¿Qué puede querer usted de mi?

—Lo que trajo usted de Colombia, señor mío— el herido lo miró incrédulo —Le advierto que llevo siguiéndole desde que le vi asomado en la habitación del hotelucho aquel. Supe enseguida que usted había ido a Apartadós a investigar. Desde luego, enseñar la placa del CNI por todo Apartadós no fue muy inteligente... Y cuando le vi paseando con el agente encargado del caso. Bueno, eso confirmó todas mis sospechas.

—Usted es el asesino— esa certeza por un momento hizo a David olvidar el dolor de su rodilla, hasta que la movió y se lo recordó.

—No se mueva. Tiene el peroné roto y una buena inflamación, como poco, en esa rodilla. Sea bueno y deme lo que quiero. No intente afectar sorpresa o inocencia. Lo sé absolutamente todo. Deme la memoria SD. Démela y me iré. Usted no ha visto mi cara en ningún momento. No sabe quién soy. No tengo por qué matarle.

—No.



En ese momento bajó el dueño del dojo.



—Qué pasa aquí— dijo y se acercó al herido preocupado al ver quien era. Sentencia los rodeó lentamente y tomó otra espada del expositor. Ahora una katana. La desenvainó para ver si tenía filo o si era una de las de entrenamiento. Indudablemente, tenía filo. Normalmente solía juzgar bien las cosas. Esa katana era la que más resaltaba de todas las que había en la estancia. Desenvainada, la sostuvo con la punta hacia abajo como si le pesara. Tiró distraídamente a un lado la vaina. Entre tanto el dueño se volvió con una mirada acusadora.

—¿Quién diablos es usted?— fueron sus últimas palabras. Sentencia rebanó su cabeza de un tajo. Se ausentó un momento para comprobar si el dojo estaba cerrado. Entonces se dirigió a David.

—Me lo vas a contar todo. Miró la katana. Tenemos todo el tiempo del mundo. Tú, yo y esta preciosidad de espada. Seguro que encontramos la forma de entretenernos.


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